martes, 18 de agosto de 2015

TITO LEOPOLDO RISSETTI MONTOYA


EN EL RECUERDO DE UNA GENERACIÓN
Al inicio de los años sesenta, Quilicura dormía desde las nueve de la noche,  en un apacible sueño que sólo alteraba el  motor de una vieja “micro” al clarear el alba. Este  era el único trasporte con que contábamos por esos años.
En efecto, cerca de las seis de la mañana, junto con el canto de los gallos, la comuna despertaba de su paz de su silencio y de su quietud.
Y la vieja “micro” recorría las calles y caminos, trasladando  a los trabajadores y estudiantes que salían de Quilicura hacia la carretera, hacia Independencia y otros lugares.
En el largo recorrido de 12 kilómetros los pasajeros comentaban y conversaban sin cesar. Entre nosotros no había gente desconocida y por tanto el bus, el pueblo, la gente, las calles…todo no era familiar.
Por esos días, nada alteraba esta calma.
Vivíamos en una tranquila aldea donde se respiraba un aire puro y curiosamente las estaciones del año para todos nosotros   estaban muy definidas: El sofocante calor del verano, los intensos temporales de los meses de junio y julio, la florida primavera que descendía desde el cerro con su verdor y perfumaba cada calle con ciruelos, duraznos y acacias.
En los meses de otoño nuestra plaza albergaba una alfombra de hojas amarillas y los caminos del pueblo se tapizaban de hojas desprendidas de los álamos.
Los niños y jóvenes de ayer, nos distraíamos con cosas muy simples, porque la vida era muy simple: Caminado por los callejones solitarios, yendo por el pueblo en una bicicleta, montados sobre un dócil caballo alazán, jugando interminables “pichangas” en las calles o en los sitios empastados, jugando fútbol los días domingos o en reuniones con amigos en la añosa Parroquia de Quilicura o quizás  en el templo evangélico.
A veces,  simplemente sentados en un banco de la plaza los días sábados a la media  tarde.
Nuestra vida sencilla,  no permitía mucho más que eso.
 Y sin embargo éramos felices.
Fue precisamente al inicio de la década de los sesenta y en este paisaje, que Tito Leopoldo Rissetti Montoya y María Isabel Zúñiga Carvajal  contrajeron matrimonio y se instalaron en una pequeña casa de madera en la calle San Martín.
La calle San Martín, en San Luis,  por entonces era un barrio de absoluta quietud y solo era transitada por los campesinos que tempranamente acudían a sus labores.
Allí en esa casa de la calle San Martín hacia el poniente de aquel Quilicura, los Rissetti conformaron su hogar y su familia.
Para llegar a la Parroquia nuestra Señora del Carmen debían caminar unos diez o quince minutos.
La parroquia era un antiguo templo de adobes donde varios jóvenes se reunían al atardecer de los días sábados en un movimiento que se conocía como Acción Católica.
Fue una hermosa generación de jóvenes y adolescentes que durante muchos años animaron y dieron vida a esta quieta aldea a través de la música el teatro y otras expresiones.

Cada año celebrábamos la fiesta de navidad como se hacía en los campos, era la “novena del niño” donde con ruidosos  instrumentos cantábamos y esperábamos el día mágico del 24 de diciembre.
Cada día de la novena era una fiesta junto al pesebre que se adornaba con paja y montañas de cartón.
De una forma muy simple en la víspera de Navidad, se hacía una representación del  establo y del misterio del nacimiento de Jesús en Belén.
Era el inicio de lo que Quilicura vería en todo su esplendor en los años siguientes.
Los jóvenes y los adolescentes se convocaron en lo que se denominó “Centro Cultural Ana Mangiamarchi”,  lugar de encuentro y de gran relevancia, que despertó enormes  expectativas para las generaciones  que emergían en el Quilicura apacible de los años sesenta.

Allí surgió el liderazgo de Tito Rissetti.

Al inicio fueron pequeños encuentros artísticos,  la conformación de un grupo folklórico y la participación en los “malones”.
Pero con los años, el Centro Cultural adquirió una fuerza y un empuje que desbordó el entusiasmo juvenil  y canalizó todos los intereses, algo que muchos de los antiguos quilicuranos aún  recordarán.
Cada año en los días previos a la navidad, el centro cultural presentaba un gran espectáculo de teatro, luces y fuegos de artificio. Algo impensado para la época. Le llamábamos “clásicos navideños”, porque tenían una similitud con los clásicos universitarios, que se realizaban en el Estadio Nacional.
Un enorme despliegue de artistas que surgían espontáneamente  sólo con el objetivo de que las familias y los vecinos pudieran disfrutar aquello.
Un enorme trabajo hecho a pulso y a fuerza de voluntad con más tesón que recursos.
Eran noches y noches de ensayo en la intimidad de nuestro estadio municipal que se vestía de gala el día de la gran  presentación.
Luego que se ponía el sol, iniciábamos los preparativos,  con mucho amor, con mucha pasión y con muchos sacrificios.
La comuna se desbordaba. Era algo hermosísimo y único que cada año venía con un mensaje de amor y de esperanza.
El centro cultural se movía como uno sólo, con una generosidad difícil de imaginar, donde cada cual aportaba con lo suyo.
En todo esto, estaba  presente la figura de Tito, que a veces era el  actor, podía ser el Director, en ocasiones el  iluminador,  a veces era asistente, en otras ocasiones era el  técnico de sonido,  era un padre,  era un  hermano, pero por sobre todas las cosas, era “el flaco” querido por todos.
En esas instancias es que muchos de nosotros, en aquella época hermosa de los años sesenta, nos conocimos y estrechamos unos lazos de amistad y afecto, que nos acompañarían  toda la vida.
Tito Rissetti, trabajaba  como reportero en el diario el Mercurio por lo que la gente solía verlo portando los equipos de fotografía  caminando por nuestras calles  o subiendo a  la micro repleta en  las mañanas.
Y de este modo combinaba su vida; el trabajo, su familia, la Iglesia, la fe, y el centro cultural.
Eran otros años, de enorme familiaridad donde todos nos conocíamos, nos respetábamos  y valorábamos lo que cada uno desarrollaba   en sus estudios o en su trabajo.
Tito tenía un especial magnetismo y una fácil comunicación;  tal vez era el respeto que sentía por los demás, tal vez esa capacidad de escuchar o la simplicidad para ver la vida.
Podía tener el mismo respeto, el mismo interés y la misma actitud hacia los jóvenes, hacia los mayores  o hacia los niños.
Junto a él, caminó esa generación de jóvenes que fueron capaces de movilizar todo un pueblo, que a los niños de entonces nos dieron la posibilidad de desarrollar nuestras potencialidades  y que trasformaron la monotonía de una aldea  rural en  una efervescencia de participación.
Tito Leopoldo Rissetti Montoya,  había nacido el día 10 de noviembre del año 1938.
Construyó su vida con María Isabel y  multiplicó su descendencia con sus amados y entrañables hijos: María Isabel, María Elena, Marco Antonio, María soledad, Mafalda Alejandra, Paulo José, Tito Alejandro, José Luis, Jean Michel, María Celeste y María Paz.
Junto a ellos y sus primos disfrutaban de la vida sencilla y descubrían tesoros donde parecía no haber nada. Uno de los tesoros eran las caminatas hacia los cerros de Quilicura al inicio de la primavera cuando aún, una débil vertiente dejaba correr su agua cristalinas y los “huilles” perfumaban las laderas.
Eran paseos hermosos, grandes aventuras para los más pequeños. Decenas de niños corriendo en un bullicio inocente. Y todo a nuestro alcance.
Quilicura se transformó y nosotros también cambiamos, todo cambió.

Y Tito, lejos de nuestra tierra, nos dejó un día del invierno.
Una cruel enfermedad precipitó sus días.  Eso fue injusto.
Sin embargo, al menos yo me quedaré con el vigor y la entereza de su juventud, me quedaré con el recuerdo del Ministro de la Comunión que visitaba a mi madre en sus días postreros,  me quedaré con los días de mi infancia cuando conversamos largamente sobre la vida y sus caminos, me quedaré con el admirable flaco que se paraba frente a los jóvenes para expresar sus pensamientos, me quedaré con el hombre sensible que derramó lagrimas frente a la adversidad y que se emocionaba con las liturgias de la Iglesia.
Me quedaré con las experiencias de su vida de reportero y con el abrazo  compartido, con su amplia sonrisa cada vez que nos encontrábamos.
De sus cualidades, de sus limitaciones, de sus éxitos o de sus fracasos hablaran sus más cercanos,  su núcleo familiar, de los sueños del futuro hablaran sus hijos, sus trece nietos y sus dos bisnietos.
Quilicura no puede dejar su nombre en el olvido ni en el anonimato, Quilicura ha ido conformando la historia y la leyenda con hombres como él.
Forma parte de los que deben ser recordados.  Representa a toda una generación.

Tito, que tu nombre y tu esencia sean perdurables.



3 comentarios:

  1. lo recuerdo perfectamente tal cual como es descrito y a su familia muy buenas personas, mis vecinos por tantos años muy especialmente a mi amiga María Soledad!

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  2. Hola. Conocí a Don Tito, en la Parroquía, su hija María Soledad o Marisol, como le llamaba, fue compañera mía en la Escuela 165. Un buen hombre y lamento su partida. Atte., un Quilicurano que dejó esa especial comuna hace más de 30 años

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  3. Me entere hace poco de su partida,
    Don Tito fué muy importante en mi adolecencia,
    Aprovecho este blog para ser parte de este muy merecido reconocimiento, me dejo grandes enseñanzas y que han permitido
    llevar una buena vida.
    saludos a su familia
    atte
    HVR


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